Jóvenes en Política
- Miguel Fernández-Baillo Santos
- 16 may 2023
- 6 Min. de lectura
El caso de Jon Echevarría y cómo los jóvenes pueden convertirse en armas de los partidos políticos

Se acercan los comicios municipales y el 28 de mayo, cuando el pueblo español será llamado a las urnas para decidir las alcaldías de todo el territorio nacional. Ante los no pocos ayuntamientos con los que cuenta nuestro país ─ocho mil ciento treinta y uno─, supone una ardua tarea para los partidos configurar las listas electorales.
En medio de esa labor política de designación de alcaldables ─labor que no siempre se realiza con la dedicación y profesionalidad necesaria─, Elías Bendondo, coordinador nacional del Partido Popular, publicaba un vídeo hace algunas semanas junto a un joven de dieciocho años llamado Jon Echevarría, con el que paseaba por las calles de Zumárraga para hacer un anuncio oficial: aquel muchacho que le acompañaba sería el candidato del PP a la alcaldía de la localidad vasca. Un joven estudiante de apenas dieciocho años es el elegido por los de Génova para dirigir el ayuntamiento de un municipio de 9.834 habitantes.
La participación juvenil en la política no es un fenómeno novedoso que nace fruto de la evolución democrática de nuestro país ─por mucho que algunos se empeñen─, sino que ha sido, es y será un habitual en el cosmos particular de los partidos políticos, implicando a todas las siglas y colores ideológicos. Jóvenes y política han ido de la mano desde el instante en que los partidos han reparado en que la chavalería es un poderoso medio para alcanzar el poder, ya no sólo por su fuerza y capacidad de arrastre, sino precisamente por su significado como colectivo social que vota – o al menos lo hará en los próximos años – y cuyo voto preocupa y mucho.
Las juventudes políticas han sido siempre un instrumento de los partidos para desarrollar y empapar a las sociedades de su ideología o programa, tanto en naciones democráticas como en Estados totalitarios. Algunos de los antecedentes históricos a los que podemos remontarnos son obvios: desde las Hitlerjugend y su lema «¡Sangre y Honor!», pasando por la Unión de Juventudes Comunistas de España del PCE (fundadas en 1922) o el propio Frente de Juventudes de Falange. Estas, entre otras muchas, evidencian que la política –por consiguiente, el poder– siempre ha demostrado un más que justificado interés por crear secciones juveniles dentro del seno de sus organizaciones. Hoy, en pleno siglo XXI y en un Estado Democrático y de Derecho supuestamente consolidado, no hay un solo partido de todos los que conforman el espectro político en el que no exista un grupo de jóvenes obedientes a las siglas o eso que llaman «nuevas generaciones».

Esta coexistencia entre partidos y jóvenes da pie a una interesante discusión. ¿Realmente resulta beneficioso para alguno de los dos involucrados o para el resto de los ciudadanos, que en última instancia son quienes lo padecen, el hecho de que política y juventud vayan de la mano? Lo cierto es que el debate al respecto no es tan variado como debiera, llegando a tal punto en que criticar la participación de los jóvenes en la vida política se ha convertido en un acto voluntario de lapidación frente a una masa incapaz de ver nada negativo o sospechoso en que “nuestros niños” se involucren en los asuntos de todos. Quizás esta postura mayormente aceptada se deba a la imposibilidad que nuestra sociedad tiene por diferenciar entre participación política en todas sus modalidades y variedades –tales como el asociacionismo, el debate o la prensa– y la participación política a través de un instrumento concreto como eje motriz: los partidos a modo de organización ideológica que aspira a gestionar el poder.
La cuestión es que no sólo la ciudadanía cree acertada la existencia de las juventudes políticas, sino que entre los partidos existe un absoluto e inequívoco consenso al respecto, pues ninguno de ellos se muestra crítico mientras todos ellos van creando secciones exclusivas para jóvenes a través de las cuales asegurar una cantera de muchachos que conserven y mantengan vivo el ideario profesado.
Este consenso, que no se da en ningún otro campo, responde a la evidente utilidad que la población joven presenta. De entre los argumentos a favor que encontramos al respecto, siempre se repiten los mismos: es importante que los jóvenes se involucren en política para que tomen conciencia social y se sientan parte de todo y cuanto somos, el hecho de que no tengan tanta experiencia vital no implica que sean menos capaces y, además, dar ese paso siendo tan jóvenes es de valientes –como se ha dicho de Jon Echeverría–. ¿Cómo vas a criticar la inclusión de chavales en tu proyecto político si ello implica crear fieles adeptos al dogma del partido desde temprana edad?
Por supuesto que los jóvenes tienen algo que decir, faltaría más. La cuestión es que, si algo caracteriza a la perfección al hecho de opinar es su intranscendencia. La opinión de cada uno equivale a la absoluta falta de relevancia, las opiniones pueden darse libremente precisamente porque no tiene importancia alguna, son sólo opiniones y eso serán siempre. Sin embargo, cuando hablamos de incluir a jóvenes en los partidos políticos hasta el punto de brindarles la posibilidad de encabezar listas electorales debemos considerar dos cuestiones: la idoneidad de que estos ocupen puestos de responsabilidad y la peligrosidad que entrañan los partidos políticos para el desarrollo de su autonomía personal
En primer lugar y desde un punto de vista objetivo, cuando hablamos de ideas y propuestas sociales está muy bien que todos puedan disfrutar de su sacrosanto derecho a opinar libremente y participar, también los jóvenes. Ahora bien, ni la única forma de hacerlo es a través de los partidos ni poner el nombre de un estudiante en listas electorales es responsable. Cuando hablamos de gestionar el dinero público de los contribuyentes, tan compleja función debe ser desempeñada por la persona más capacitada para ello o, al menos, por alguien formado con holgura en el campo correspondiente. Si abandonamos el mundo del activismo y saltamos sobre el vasto prado de la vida de las personas conviene ser rigurosos, más aún cuando nuestras decisiones inciden directamente sobre los demás.

Un estudiante universitario, por muy brillante que sea, antes de ocupar un puesto de responsabilidad en una empresa ha tenido que acreditar su brillantez pasando por un periodo de prácticas previas, adquiriendo formación constante y experiencia demostrable. ¿Por qué no exigimos lo mismo en política? ¿Por qué entonces el Partido Popular presenta a un chaval de dieciocho años a la alcaldía de Zumárraga? ¿Por qué Ayuso incluye en las listas para la Asamblea de Madrid a Ignacio Dancausa ─buque insignia de Nuevas Generaciones─ con tan sólo veintidós años? Abrir la posibilidad a que un joven sin experiencia demostrable alguna ocupe un puesto público no es responsable, pero todo dependerá de la importancia que le demos a la gestión de nuestro dinero y al hecho de que de nuestros impuestos cobre alguien que no ha hecho trayectoria alguna fuera del partido al que se debe.
En segundo lugar y abriendo la puerta a la subjetividad, los partidos políticos no son lugar para los jóvenes y no lo son precisamente porque el joven no puede verse desarrollado como persona en todas sus esferas dentro de una organización que lanza un dogma al que circunscribirse mediante un sistema de premios que se basa en aquello de “las palmas a cambio del cargo”. Las líneas ideológicas preestablecidas cohíben la construcción personal de un criterio racional propio. El joven ─escribe uno─ jamás encontrará dentro de las juventudes de un partido retos que le permita mejorarse y exigirse, no al menos con el actual modelo partitocrático. La clara muestra de ello es la rigidez inamovible de la disciplina de voto que se practica con tintes inquisitoriales en la sede de la soberanía nacional ─que se lo digan a Carlos García Adanero─. Las juventudes políticas lobotomizan la mente joven, una mente que ha de ser rebelde pero también curiosa, abierta al cambio y a un aprendizaje que implica, a su vez, el reconocimiento de los errores cometidos.
Por lo tanto, debemos replantearnos si realmente es positivo que los jóvenes formen parte activa de los mismos partidos que defienden al unísono el modelo actual de juventudes políticas. Con independencia de la ideología ─ya sean las Nuevas Generaciones del PP como los cachorros de Podemos de la Facultad de Políticas de la Complutense─ los jóvenes tienen mil alternativas diferentes para cambiar el mundo, alternativas que no impliquen quedarse atrapados en el triste fango de los partidos.
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