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La legitimidad del Gobierno, el eterno debate de la legislatura

El debate sobre la legitimidad del ejecutivo vuelve a escena mientras este avanza en sus reformas legislativas con el objetivo de cerrarlas antes de fin de año

Legítimo: Lícito, conforme a las leyes. Así define la Real Academia Española este adjetivo del que tanto se ha hablado en estos días. En política, el concepto legitimidad se aplica a algo más concreto, esto es, al ejercicio del poder como tal. De esta forma, se entiende como legítimo al poder mayoritariamente obedecido. Sobre este concepto han reflexionado importantes pensadores de la historia como Aristóteles -cuya concepción de la legitimidad estaba más ligada a la de bien común que a la relación entre gobernantes y gobernados- o Rousseau, quien otorgó la capacidad de otorgar la legitimidad a la voluntad popular. Dicho de otro modo, la legitimidad del gobernante se basa en la voluntad de los votantes para que este ostente ese cargo.


En concreto, el debate a cuenta de la legitimidad en el panorama político del momento ha girado en torno a un órgano concreto del país: el Gobierno. La oposición en su conjunto, con el Partido Popular a la cabeza, ha acusado al Gobierno de carecer de legitimidad para llevar a cabo las últimas propuestas que ha impulsado: reformar el delito de malversación, reformar el delito de sedición e impulsar una reforma del proceso de selección de los miembros del Tribunal Constitucional.


Pedro Sánchez y María Jesús Montero en una sesión del Congreso de los Diputados. Fuente: Europa Press

Respecto a la primera, el PSOE lleva unas semanas negociando con ERC una reforma del delito de malversación, que castiga a toda autoridad pública que se apropie del dinero público de manera indebida o lo administre de forma desleal. Desde la formación independentista lo que se pide es que exista una divergencia en las penas si se trata de una malversación que deriva en un lucro o si no genera un beneficio propio. Esto implicaría una revisión a la baja de las penas de cárcel impuestas a famosos dirigentes independentistas condenados en 2017 como Carles Puigdemont o Toni Comín. La duda que sobrevuela es: ¿puede una formación que dice ser de izquierdas estar a favor de beneficiar judicialmente a aquellos que hagan un uso indebido, aunque este no conlleve lucro, de los recursos de todos? ¿Es esto coherente con perseguir una redistribución de la riqueza y apoyar a quien más lo necesita?


No son pocas -ni irrelevantes- las voces que piden al PSOE que reconsidere su postura. Desde Más Madrid hasta destacados dirigentes socialistas como el presidente de Castilla-La Mancha, Emiliano García Page, han mostrado su descontento. La realidad es que no existe la malversación buena o la malversación mala, existe el uso indebido de los recursos públicos y un dinero que no se gasta en hospitales, colegios o transporte público porque alguien, al que las urnas una vez le dieron la confianza, cree que tendrá mejor uso si se emplea en otros intereses que no son los de todos.


Aunque esta propuesta de reforma ha traído cola, no puede ni acercarse a la que ha traído la relativa a modificar el criterio de selección de los cargos del Tribunal Constitucional.


Por contextualizar, el bloqueo que vive el Consejo General del Poder Judicial a día de hoy por el no acuerdo entre el gobierno y la oposición para su renovación ha afectado al Tribunal Constitucional, al que deberían haber llegado dos integrantes propuestos a elección del CGPJ. En respuesta, el Gobierno ha propuesto que, en caso de que esta renovación no se pacte en tiempo -tres meses posteriores al vencimiento del mandato- y forma, se elimine la mayoría de tres quintos necesarios para elegir a estos integrantes, celebrándose una votación en la que cada vocal podrá proponer a un máximo de un candidato que deberán ser votados en pleno en un plazo máximo de tres días y quedando elegidos para las vacantes los candidatos con más votos.


Sede del Tribunal Constitucional. Fuente: Europa Press

Esta reforma, con la que se puede estar más o menos de acuerdo, ha provocado que le lluevan al Gobierno todo tipo de acusaciones, destacando la de la Presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, que ha llegado a decir que España vive una situación mucho más grave que la que se vive en Perú -donde el ex-presidente dio un autogolpe de estado hace escasos días-. La gravedad de esto no es minusvalorar lo que ha ocurrido en Perú -que también- sino banalizar lo que es un golpe de estado en general. Si todo lo que hace el adversario político, por muy desacertado y erróneo que nos parezca, lo calificamos de golpe de estado, llegará el día en el que quizás nos enfrentemos a una situación tan grave como la que se vive en Perú y probablemente no la identifiquemos, porque habremos perdido tiempo calificando como golpe cosas que no lo son.


Esta misma línea ha seguido el partido de Ayuso a nivel nacional pidiendo un adelanto electoral porque -sostienen- el gobierno carece de legitimidad para tomar las decisiones que está tomando. Se puede defender que la población quizás no votó estas medidas en concreto, pero la realidad hoy son los 155 escaños en el Congreso de los Diputados que el gobierno ganó en las urnas, que son las que en España otorgan la legitimidad al poder político. Todo el mundo coincidirá en que menoscabar las instituciones de un estado es siempre peligroso, ¿pero acaso no reconocer la legitimidad que las urnas le dieron a un gobierno -o, si se diese el caso contrario, a la oposición- no es menoscabar las instituciones? ¿no es peligroso ejercer un papel de oposición limitada a negarse por sistema a todo lo que el gobierno propone por ser de diferente signo político? ¿no podría decirse que daña al estado el pleno in extremis que han querido celebrar algunos miembros del TC este mismo jueves 15 -finalmente aplazada al lunes 19- con el objetivo de evitar que la propuesta sea votada en el Congreso de los Diputados?


No hay duda de que el papel de una oposición política es mostrar su propuesta de país alternativa al gobierno, pero hacerlo en base a dudar de la legitimidad del ejecutivo es iniciar un camino bastante peligroso, tanto como que el Poder Judicial lleve a cabo acciones para evitar lo que emana de la voluntad popular -y viceversa-. En España, afortunadamente, tenemos un Estado de Derecho fuerte que se encargará de detener las reformas del gobierno si resultan ser tan graves, y serán las urnas las que lo juzguen electoralmente. Para entonces, la pelota caerá en el tejado de aquellos que hoy -con toda la legitimidad del mundo- reclaman elecciones, pero que parecen no haber aceptado aún el resultado de las últimas.





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