Resaca electoral, hastío general
- Miguel Fernández-Baillo Santos
- 23 jun 2023
- 5 Min. de lectura
Quizás no esperar nada de la política sea la opción más inteligente para evitar decepciones futuras

Las épocas electorales son, sin duda alguna, periodos de una carga e intensidad a veces excesiva y soporífera. Todos terminamos hastiados tras meses de constantes soflamas fantasiosas, sermones grandilocuentes y pomposos debates rebosantes de mensajes repetitivos. Las campañas son ese instrumento nada honorable del que disponen por excelencia los partidos políticos para captar la atención del público que debe decidirse por unas siglas u otras, con la creencia de que el futuro del país depende en buena parte de su voluntad. ¿Quién no se sentiría halagado tras serle confiada tan elevada responsabilidad?
A pesar de que en un primer instante las campañas persiguen el claro objetivo de convencer al consumidor –en este caso, al votante– para que compre un producto concreto –el voto de la lista correspondiente–, rápidamente el proceso se torna en un soberano despropósito que, lejos de acercar al ciudadano a la batalla política, termina por distanciar a cualquier persona sensata del inútil enfrentamiento entre siglas. La cosa se complica todavía más cuando las distintas elecciones se suceden de manera frenética en el tiempo sin dejar margen a los electores para que tomen una bocanada de aire fresco desprovisto de carga ideológica, que les permita recuperar el contacto con el mundo real alejado del tóxico ambiente que se desprende del circo partitocrático. Hace apenas un mes el pueblo marchaba exultante a las urnas para elegir a los distintos alcaldes y presidentes autonómicos y, sin salir de una, nos metemos de cabeza en otra.

La convocatoria de elecciones generales en julio publicada el pasado veintinueve de mayo en el BOE, alarga la pesadilla electoral y, por consiguiente, disminuye deliberadamente el aguante de los que tenemos que tragarnos de manera sistemática y diaria las burdas simplificaciones de la realidad de nuestros representantes políticos –si es que alguna vez nos representaron– y sus incansables dicotomías propias de la escuela infantil. Sorprendentemente, a pesar del hastío con el que asistimos a una nueva campaña, una gran parte de nuestros compatriotas no claudica y, de manera inexplicable, se muestra entregada a la causa de las urnas porque han de cumplir con su deber como buenos ciudadanos y responder de la “sacrosanta misión” que les ha sido encomendada. El propio Edmundo Bal (Ciudadanos) afirmaba el pasado viernes en una entrevista para El Plural que él, aún hallándose en una situación de orfandad política, iba a votar en blanco en las elecciones generales porque “si no participas en el sistema no tienes derecho a quejarte”.
Esta posición estrafalaria que se basa en el divino poder que Bal ostenta para repartir el derecho a quejarse a los ciudadanos en función de lo que decidan hacer un día concreto del calendario parece asentarse de manera consensuada y es asumida por la mayoría de los electores. Uno que vota al PSOE generalmente acepta a otro que vota al PP sin mayor reparo, incluso en ocasiones un votante de Vox puede tomarse una cerveza con otro de Podemos. Ahora bien, ¿el que no vota? ¡Jamás! El que no vota no merece para los participantes de las urnas ninguna consideración porque no quiere ser parte del sistema y reniega del mismo, es más, por no merecer no merece ni el derecho a opinar, ¿verdad, Edmundo? Lo que no entienden los románticos votantes compulsivos es que, precisamente, lo que a todos ellos les es común es ese deseo casi erótico por la decisión, esas ansias de sistema convertidas en la creencia ciega de que sus políticos de confianza –como si se pudiese tener tal consideración por un político– van a solucionar todos los problemas que les afectan y serán el desenredo definitivo para cualquier quebradero de cabeza. Desde la más absoluta convicción, ven en las elecciones la posibilidad para ser partícipes de las decisiones políticas, proyectando en su mente una equivalencia entre el sentido del voto y el porvenir del país, esto es, una posibilidad por inmiscuirse en la vida ajena.
No seré yo un crítico del sistema actual ni discípulo de Rubén Gisbert, tampoco un hooligan entregado a la causa democrática. No digo que votar no sirva para nada, tampoco que sirva para algo. Hay quien denuncia que aquellos que lanzan mensajes presentando la política como una realidad inservible al ciudadano, lo que pretenden es blanquear otros movimientos radicales alternativos que permitan la participación del ciudadano en la toma de decisiones sin pasar por la voluntad de la mayoría. Tampoco será ese mi caso. El problema a la hora de confiar todo a la política es que luego vienen las decepciones, Sánchez no cumple con su palabra; Feijóo no baja los impuestos y asume el discurso ideológico del PSOE; Podemos pasa a formar parte de la casta que tanto criticaba; y Vox, para sorpresa de muchos, se convierte en lo mismo que las empresas políticas a las que vino a combatir, quiero decir, a los partidos. Sin embargo, quien consiga no sumergirse de lleno en el mundo de las campañas electorales ni jalee de manera incansable a un partido por el que apuesta todo, tiene una ventaja frente al resto: ni se contagiará del belicismo democrático ni sufrirá amargas decepciones porque, de manera inteligente, no espera nada de nadie tras entender que hay vida más allá de la política y, sobre todo, de que hay política más allá de los partidos y de las campañas.

No todo pasa por las urnas ni por las garras de la política, y menos mal, porque eso es lo que nos permite ser mejores en determinadas ocasiones. Si algo nos queda y nos da realmente más poder que el que pueden otorgarnos los votos es que existan todavía ratitos a lo largo del día en los que la política importe absolutamente nada y que volvamos a ser personas que se acercan, que charlan y que son capaces de construir una fortaleza cotidiana que se mantenga alejada de promesas electorales y de falsas esperanzas no correspondidas. Siempre me han dicho, al igual que a muchos de ustedes, que en nuestra mano está cambiar el mundo, que cualquiera puede lograr grandes cosas cuyos efectos nos alcancen a todos. La verdad es que nunca he creído que eso fuese cierto y no lo he hecho, no porque considere que este mundo no tiene remedio –que tampoco–, sino porque no hay necesidad de que nadie lo cambie, no nos corresponde asumir una tarea así, quizás necesitamos antes cambiarnos y esperar a que, con ello, el camino de unos pocos también cambie.
No obstante, en el hipotético caso de que realmente sí que residiese en nosotros la obligación y la capacidad para cambiar el mundo, tan mayestática tarea no pasa por meter nuestro voto en una urna. Si queremos cambiar la deriva actual a mejor, quizás nuestra aportación deba ir más encaminada a cuestiones auténticamente revolucionarias como saludar a nuestro vecino por la mañana, agradecer al currante de la panadería por guardarnos la última barra de pan del día o mirar al camarero a los ojos cuando nos atiende. Eso es lo verdaderamente subversivo, ese es el auténtico golpe de timón que necesita el mundo, que levantemos la cabeza del suelo para mirar la realidad que requiere de una aportación nuestra mucho más trascendental que la de una papeleta, un granito con el que impregnar a nuestros semejantes de lo poco bueno que cada uno esconda en su interior. El que desprecia a los demás por no votar, muchas veces se olvida de esto: quien intenta diseñar la vida ajena a su antojo termina por maltratar la propia existencia, por ello el punto de partida pasa por redireccionarse y dotarse de un fin que no siempre debe coincidir con el del resto. Eso también implica desechar el mal camino que el mundo sigue como excusa para no acometer lo que uno debe en cada momento.
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